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Amigos y conocidos

Por Christián Carman

Los medievales construyeron enormes y bellísimas catedrales, donde cada detalle está pensado y pulido al extremo. Claro, dedicaron siglos a construir un solo edificio. No tenían apuro. Y los resultados están a la vista. Con el pensamiento tenían una actitud semejante. No tenían apuro, pensaban una y otra vez, generación tras generación, siglo tras siglos los mismos temas. Por eso cada detalle está pensado al extremo. Pueden estar equivocados, pero todo fue pensado y meditado sin apuro.

Por ejemplo, para los medievales había fundamentalmente dos tipos de bienes, es decir, de cosas que nos atraen y que, cuando los obtenemos, nos hacen bien. Por un lado, están los bienes deleitables, o sea, aquellos bienes que producen un gozo inmediato: una comida, una bebida, una buena película. Por otro, los bienes arduos, o sea, aquellas cosas que sabemos que son buenas y las deseamos, pero que cuesta obtenerlas, como cuidarnos en las comidas o trabajar duro para ahorrar un poco. Cada uno tiene su virtud: la templanza es la virtud que ordena nuestro deseo de los bienes deleitables, haciendo que los busquemos en su justa medida (es decir, mientras nos hagan bien); la fortaleza es la virtud que nos empuja a obtener lo que cuesta y a no desfallecer en el camino. La templanza y la fortaleza son, junto con la prudencia y la justicia, virtudes cardinales. O sea, virtudes principales, de las que se derivan muchas otras. Son los cuatro pilares sobre los que se sostiene la gran catedral moral de los medievales.

Esas son las cuatro principales, pero los medievales tienen virtudes para todo. La “studiositas” –que podríamos traducir por “estudiosidad”– es la virtud que ordena nuestro deseo de conocer. Siempre pensé que era parte de la fortaleza. Como estudiar es algo difícil, que exige disciplina y entrega, entendía la studiositas como la fortaleza aplicada a ese bien arduo que es el estudio. Pero me equivoqué. Tomás de Aquino siempre me asombra. Para él, la studiositas es parte de la templanza. Claro, el conocimiento es un bien deleitable, que produce gozo inmediato. Conocer es como comer con hambre. Lo que hace la studiositas es ayudarnos a ordenar ese deseo. Así, la studiositas es más parecida a la moderación en las comidas que a la constancia en hacer ejercicio.

El vicio opuesto se llama “curiositas”, que sería un exceso de curiosidad que se caracteriza por querer conocer de todo un poco, pero de nada mucho. La curiositas te lleva a ser una especie de Don Juan de los temas. Apenas el conocimiento de ese tema empieza a ponerse un poco difícil, saltamos a otro. Por supuesto, no hay nada de malo en querer conocer un poco de todo. A diferencia del estómago del cuerpo, el del alma no tiene límite. El tema es que nuestro tiempo sí lo tiene y, si por querer conocer un poco de todo, nunca profundizamos en un tema, nos perdemos de una experiencia radicalmente distinta. Es como dedicar todo el tiempo a tener conocidos, pero nunca un amigo. Obvio, de la mayoría de las personas no podemos ser amigos. Pero de algunos, sí. Tener un amigo implica mayor compromiso, dedicación, tiempo y esfuerzo, pero todos sabemos que la experiencia es radicalmente distinta e infinitamente más enriquecedora. Un conocido te saluda, te pregunta cómo estás y tal vez te acerca con el auto. Un amigo comparte su vida, te interpela, te cuestiona, te mejora, te enriquece. Tener un amigo, además, te hace dar cuenta de que los conocidos son meros conocidos, no amigos. Y, tal vez, de alguno, te hace querer ser amigo.

La curiositas te lleva a ser un conocido de todos los temas, y no ser amigo de ninguno. Peor, te puede llevar a creer que sos amigo de temas de los que apenas sos un conocido. La studiositas te ayuda a ser amigo de algunos temas. Como le dice Séneca a su discípulo Lucilio en una carta: “no está en ningún lugar el que está en todas partes. A los que pasan la vida en viajes les acontece esto: que tienen múltiples alojamientos pero ninguna amistad.” Todos tenemos derecho a tener, al menos, un amigo.

Christián Carman

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