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Aprecio tu franqueza

Por Christián Carman

Johannes Kepler recibió esa carta en el momento menos esperado. Estaba a punto de concluir el trabajo de su vida. Más de diez años trabajando en un modelo que –lo tenía clarísimo– revolucionaría la astronomía para siempre. Era el primero que se había animado a romper con una tradición milenaria proponiendo órbitas elípticas para los planetas. Eso implicaba una teoría con una precisión jamás alcanzada. Pero unos meses antes de publicar el libro recibe esa carta de David Fabricius, un pastor protestante aficionado a la astronomía. Y lo que leyó lo descolocó totalmente. No creía que eso fuera posible. Fabricius le contaba de una teoría propia que, cuando Kepler la estudió, se dio cuenta de que era igual de buena que la suya. O, tal vez, un poco mejor, porque predecía con la misma precisión, pero era más sencilla. Todo su proyecto se le derrumbó. Años de trabajo y sueños de gloria, al tacho en un instante.

Kepler reaccionó de la peor manera. Le mandó una carta diciéndole a Fabricius que era deshonesto, que había traicionado su amistad y confianza. Que era claro que la teoría que le estaba enviando era un plagio de la suya, que incluso la había maquillado un poco disimular el plagio. Lo insultó de arriba abajo. Le escribió en caliente, sin ningún filtro. Jamás había leído tantos insultos en latín. De hecho, me aprendí varios nuevos. Quien sabe, tal vez algún día me sirvan.

Pensé que Kepler había ido demasiado lejos. Había roto para siempre una amistad que ya tenía más de una década. Después de esa carta, no había vuelta atrás. Pero me equivoqué. Fabricius le contesta con absoluta calma. No se ofendió. Para nada. No está de acuerdo con Kepler y le da sus razones. Pero le dice: “candorem tuum amo et laudo”. Aprecio y alabo tu franqueza.

Lo de Fabricius no es una excepción. En 1600, la gente no se ofendía tan fácil. Se decían cosas que a nosotros nos chocan mucho (pero mucho en serio; tanto que no me animé a reproducir algunas de las que dice Kepler). Pero nadie se ofendía. Se hablaban sin filtros, seguros de que las relaciones no se jugaban por cómo se decían las cosas. Kepler tiene la libertad de hablar sin pelos en la lengua porque sabe que Fabricius no se va a ofender. Puede ser un extremo. Lo reconozco. Pero puede ayudarnos, por contraste, a preguntarnos si hoy no estamos en el otro extremo. Yo me doy cuenta de que todo el tiempo estoy aplicando filtros a lo que digo y a cómo lo digo para no ofender. Por lo general no me doy cuenta, pero es obvio que pasa también al revés: muchas personas no me dirán cosas por temor a ofenderme. Y es probable que me gustaría que me digan al menos algunas de esas (aunque me duelan un poquito). Estamos todo el tiempo aplicando filtros cuando hablamos, y tratando de leer entre líneas cuando nos hablan.

Es agotador.

No creo que la solución esté en hablar como Kepler, porque no queremos ofender y vivimos en otra época. Pero me dio ganas de empezar a reaccionar como Fabricius. De hacerme un poco más fuerte, un poco menos susceptible. Como dice Séneca, tratemos “con un poco más de rudeza nuestro espíritu, para que note solamente los golpes duros”. Y de a poco, a medida que me sienta más fuerte, permitir a los demás que me hablen con honestidad y sin filtros. Y ojalá que cuando lo hagan, como Fabricius, sea capaz de decirles: “aprecio y alabo tu franqueza”.

Christián Carman

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