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Cada tanto me pasa

Por Christián Carman

Cada tanto me pasa y es, para mí, una fiesta intelectual. Estoy leyendo algún texto de un autor clásico, algún libro escrito hace cientos o miles de años y de pronto encuentro un relato que describe un pensamiento, emoción o comportamiento que de tan actual no parece escrito hace siglos. Por un lado, me despierta del sueño de creer que esos pensamientos, comportamientos o emociones son propios de nuestra época. Por otro, me ayuda a conectar emocionalmente con los autores del pasado. Cada vez estoy más convencido de que el corazón está poblado de las mismas emociones desde siempre. Conectar emocionalmente con esos autores me ayuda a quererlos. Y quererlos, a entenderlos mejor. Y así aprendo más.

Con Platón me pasó muchísimas veces. Cuando en la República se queja de que los hijos “ya” no respetan a los padres y que los padres les tienen miedo a sus hijos y hacen bromas y los imitan para no parecer autoritarios. O cuando dice que la exageración de la libertad llegó a tal punto que incluso los animales domésticos hacen lo que se les canta y no respetan a los humanos. Cuando en el Banquete Sócrates cuenta que logró evitar ir a unos multitudinarios festejos pero que a cambio se comprometió a hacer acto de presencia en una fiesta al día siguiente. Que un tipo de hace 2400 años sienta la misma aversión por las fiestas y las muchedumbres que muchos de nosotros sentimos todavía hoy, es increíble. O cuando describe, también en el Banquete, los nervios que tiene Aristodemo al entrar a la fiesta porque no fue invitado y se está colando, son los mismos que tenemos hoy nosotros. Hablamos de hace 2400 años, pero los sentimientos son los mismos. Cuando Tomás de Aquino discute cómo ser felices, dice que los que ponen su felicidad en los bienes materiales, se preocupan por “la bebida, la comida, el vestido, los vehículos y las propiedades”. Tal vez hoy debamos agregar los dispositivos electrónicos, pero, fuera de eso, la enumeración de Tomás está perfectamente actualizada. En unos 800 años, cambiaron las bebidas, las comidas, la ropa, los vehículos y las propiedades, pero no cambió el corazón humano.

Hace unas semanas me pasó con Séneca. Aprendí que a ellos les molestaban las mismas cosas que a nosotros. Séneca dice que muchas veces estamos tan irritables que no toleramos la más mínima desprolijidad: “que el agua para beber no esté lo suficientemente fría o que la cama esté sin hacer o que la mesa esté puesta un tanto descuidadamente”. Increíble, lo mismo que molestaba a un romano hace 20 siglos, nos sigue molestando hoy. Continúa: “¿qué razón hay para que la tos de alguien, o un estornudo, o una mosca espantada con poca delicadeza te irriten?”. Dice además que muchas veces los conflictos se generan por malas interpretaciones que hacemos de gestos insignificantes de los otros. La enumeración, de nuevo, es impecable: “éste me ha saludado con poca cortesía; aquél no ha correspondido a mi beso como esperaba; él ha cortado en seguida la conversación que apenas habíamos comenzado; aquel no me ha invitado a cenar; la expresión de este otro me pareció un tanto arisca.”

Por eso creo que sus consejos siguen vigentes. Porque les hablaban a personas exactamente iguales a nosotros. A ellos, Séneca les decía: “el exceso de placeres ha corrompido tanto el espíritu que nada parece tolerable, no porque sea duro, sino porque lo sufre alguien demasiado blando” ¿La solución? “Hay que tratar con un poco más de rudeza al espíritu, para que note sólo los golpes duros”.

Christián Carman

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