Conversatón de laboratorio

16/07/2020

Laura Guerrero, alumna de Vivan las Ideas

En los primeros meses del año 1 dC (después de Covid) un ratón ciego y trasnochado hizo un experimento con humanos, suprimiendo artificialmente una de las habilidades exclusivas de esa especie de mamíferos: la conversación.

Investigaciones anteriores revelaban un abandono natural y progresivo de la habilidad conversacional, principalmente en los mamíferos más jóvenes de la especie, quienes sólo se comunicaban a través de dispositivos electrónicos. No obstante, los individuos adultos conservaban mayormente el diálogo presencial nativo, evidenciando cierta confusión comunicacional cuando recurrían de manera exclusiva a la interacción tecnológica en pantallas.

El estudio pretendía evaluar las alteraciones en el comportamiento de humanos adultos que en un determinado período de tiempo, sin aviso previo, dejaran de disponer de la opción de conversar presencialmente. Si los individuos jóvenes tendían naturalmente a hacerlo, posiblemente la conversación sería una de las habilidades prontas a extinguirse en el humano, por el principio de adaptación al entorno digital.

Para ello, la privación conversacional sería controlada por dos ejes fundamentales: aislamiento semi-permanente de los humanos entre sí, reforzado por el uso masivo de tapabocas para los intervalos de socialización.

La primera observación fue que los humanos en aislamiento no recurrieron mayormente a la conversación telefónica en tiempo real, volcándose en cambio a la comunicación diferida a través de mensajes escritos, redes sociales y grabaciones de voz. La experiencia puso de manifiesto una pérdida progresiva de la cadencia propia que mueve el diálogo en un determinado sentido, como las notas de una canción que suenan a destiempo o se superponen rompiendo la melodía.

El uso recurrente de emoticones, la activación del predictivo, y una misteriosa economía de puntos y comas, resultaban en frases que podían interpretarse en diversos sentidos por su destinatario quien, separado en tiempo y espacio de su interlocutor, inclusive variaba a lo largo de un mismo día el sentido atribuido al disparo inicial. A su vez, los protagonistas se encontraban simultáneamente en un diálogo entre ellos y en un debate con un grupo que compartían por formar parte de la misma familia o haber egresado del mismo colegio. Allí se interrumpían unos a otros y aparecían respuestas que no correspondían a la frase anterior, derivando en nuevas y desopilantes interpretaciones. Esta dinámica provocaba una espiral de violencia que alborotaba y angustiaba a diversos individuos hasta que el sistema encendía el saliodelgrupo, con un fuerte sonido a portazo seguido de un prolongado silencio que restablecía el orden perdido.

El permitido de la semana era dialogar a través de plataformas de videollamada, pretendiendo sumar alguna comunicación no verbal que prometía nutrir la conversación con expresiones faciales. No obstante, para captar la gestualidad, quien tomaba la palabra bajaba su mirada en busca de otros ojos, que sólo encontraba desenfocados o escondidos tras párpados caídos, que también buscaban una mirada perdida.

Luego, llegaba el día en que los conversantes podían verse cara a cara, sumando así el denominado “contacto visual”. Establecido el contacto se generaba un impulso irrefrenable al abrazo, como si les saliera del alma, pero se diluía en un choque de codos dando lugar al espacio de la conversación.

Los ojos se abrían hasta sobrepasar la órbita elevándose junto al volumen creciente de la voz, forzada hasta el ahogo para atravesar el distorsionador que, con su roce constante de algodón en los labios impedía la vibración propia de algunas consonantes. Así, a los pocos minutos de esfuerzo anaeróbico, la frustrada conversación finalizaba con un asentimiento de cabeza y una extraña agitación de manos, de uso frecuente en despedidas con vidrio interpuesto, tal como ocurre con el colectivo o el tren.

Los resultados del experimento fueron contundentes; la habilidad conversacional no sólo era vital para los humanos sino indispensable para la supervivencia de las relaciones individuales o de grupo, evitando las interpretaciones confusas, la polarización y agresiones innecesarias. La presencia física se enriquecía necesariamente con el encuentro de miradas, el reconocimiento de un perfume y la espontaneidad de la sonrisa.

A diferencia de los individuos jóvenes que parecían adaptarse sin mayor dificultad, los adultos sometidos artificialmente a esta experiencia tendían a frontalizarse de diversas maneras, rompiendo vínculos que -en casos extremos- amenazaban con extinguir la especie o al menos ralentizar su reproducción.

En definitiva, la falta de conversación presente, abierta y serena derivaba en un fuerte desorden del comportamiento de estos seres, que dejaban de comprender el sentido de sus conductas y la irritabilidad de sus emociones, polarizándolos en uno u otro bando de las más variadas y heterogéneas temáticas.

Así, el ratón ciego y trasnochado -cuyo nombre “Mur” provenía del castellano antiguo- cerró airoso su investigación dando por finalizado el experimento. Sin dudas, la temeridad de su propuesta y la universalidad de los individuos observados, le valdrían por mucho tiempo la dedicación exclusiva de la prensa, echándose nuevamente a volar con su tan merecida capa y corona.

Laura C. Guerrero