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De la ira a la tristeza

Por Christián Carman

Nos faltaba uno para completar el equipo y poder arrancar el partido que jugábamos todos los jueves a la noche con amigos de la facultad. Ni lo dudamos, le ofrecimos a Juan que se sumara. Juan, de unos casi 50 años, atendía el barcito que tenían las canchas de fútbol. Jugó y la descosió. No era solo habilidoso. Se notaba que había técnica. Que había trabajo. Cuando terminó el partido, mientras nos atendía en el bar, nos contó su historia. Había sido jugador profesional, había incluso jugado en la primera de Boca Juniors. Pero en uno de los primeros partidos, cuando fue a buscar una pelota dividida, el defensor del equipo contrario fue fuerte y mal, y lo tuvieron que sacar en camilla. Estuvo como seis meses sin jugar, masticando bronca. Juró vengarse. Sabía que se lo iba a volver a encontrar en una cancha. Era cuestión de tiempo. Nos contó que casi la única razón para recuperarse y volver a jugar era cruzárselo y “devolverle el favor” (esa fue su expresión).

Se recuperó y de a poco volvió a jugar. Estaba de suplente, pero no era raro que lo pusieran en el segundo tiempo. Llegó el día en el que se iba a cruzar con su verdugo y estaba listo para su venganza. Mientras esperaba en el banco, imaginaba una y mil veces como lo sacaría de la cancha con una patada. Finalmente, el técnico lo llama y, cuando está a punto de entrar, ve que el técnico rival también hace cambios y justo lo saca a su enemigo. Lo inundó una profunda tristeza. No pudo concretar la venganza que tanto había esperado. Ese partido y todos los que le siguieron jugó sin ganas; ya no quería jugar al fútbol. “Hacer justicia” (su eufemismo para “vengarse”), era lo que lo movía.

En la próxima temporada sus equipos se volvieron a enfrentar. Y esta vez sí estuvieron juntos en la cancha. Cumplió con la promesa que se había hecho. Apenas se cruzaron en una jugada se tiró a barrerlo de atrás y lo levantó por el aire. Le quebró la tibia y el peroné de la pierna derecha. La alegría le duró unos pocos segundos. Mientras ambos se retiraban de la cancha, él expulsado y su víctima en camilla, se cruzaron las miradas. Su rival lloraba desconsolado. Se arrepintió. Para colmo, a los pocos días se enteró de la gravedad de la lesión: su rival no podría jugar nunca más al fútbol profesional. Nuevamente, lo invadió una profunda tristeza. Esta vez no se le fue. Terminó él también dejando el fútbol profesional y ahora estaba atendiendo el bar de las canchitas. Unos treinta años después, mientras nos lo contaba todavía había tristeza y arrepentimiento en su mirada.

Hace muy poco estaba leyendo a Séneca y me quedé con una frase que inmediatamente me trajo a la memoria la historia de Juan. Séneca dice: “La tristeza es compañera de la ira”. E insiste: “Toda ira termina en la tristeza, sea tras el fracaso, sea tras el arrepentimiento”.
Séneca tiene razón, Juan estaba triste mientras fracasaba en su intento de venganza, pero mucho más triste estuvo cuando al fin pudo concretarla, tras el arrepentimiento. La venganza siempre, siempre, termina en la tristeza. No vale la pena. No es negocio.

Christián Carman

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