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El consuelo de la filosofía

Por Christián Carman

Severino Boecio vivió durante el siglo quinto. Había conocido la gloria y la riqueza, pero ahora se encontraba encarcelado, sin fama, sin dinero, sin amigos, esperando su ejecución. Pronto sería decapitado. No cometió ningún crimen, sólo quiso abandonar su cómoda posición de intelectual para servir activamente a su patria, y tras un cambio de aires políticos, así le pagaban. Entró en una profunda depresión.

Entonces, recordó que era poeta, filósofo y escritor, y que sólo escribir lo podía sacar de su angustia. Pidió unos folios y una pluma, y empezó a escribir un conmovedor diálogo entre él y la Filosofía, representada por una hermosa mujer. Se llama “la Consolación de la Filosofía” y todavía hoy se conserva. Es casi un diario, escrito en forma de conversación. Él se queja con absoluta honestidad, ella lo consuela con tremenda sabiduría e increíble delicadeza.

Boecio está triste, rodeado de unas musas que dulcifican su angustia llevándole recuerdos de su juventud fecunda. Pero entonces llega ella, “una mujer de sereno y majestuoso rostro, de ojos de fuego, penetrantes, de buen color, llena de vida, de inagotables energías”. Cuando esa mujer se agacha un poco, parece un simple mortal, pero cuando está erguida toca el cielo con su frente. “Su vestido lo formaban finísimos hilos de materia inalterable, con exquisito primor entretejidos; ella misma lo había hecho con sus manos”, con una Pi de “praxis” debajo y una Tau de “teoría” arriba y unos hilos que, como escalera, permitían ir de uno al otro. Hermosa imagen para ilustrar la unión de teoría y práctica que propone la filosofía.

Lo primero que hace la Filosofía es echar a las musas. Lo llama “mi enfermo”, con una mezcla de ternura y autoridad. Es suyo. Ella lo cuidará: “¿Quién ha dejado acercarse hasta mi enfermo a estas despreciables cortesanas de teatro, que no solamente no pueden traerle el más ligero alivio para sus males, sino que más bien le propinarán endulzado veneno?” Son las pasiones que están siempre al acecho, y adormecen en vez de liberar a la inteligencia humana. Son sirenas que fingen dulzura para acarrear la muerte. Las musas obedecen, se retiran y los dejan solos.

La Filosofía se sienta al borde de la cama. Pero él no la reconoce, está aturdido por el dolor. Entonces posó dulcemente su mano sobre el pecho de Boecio y le dijo: “Tranquilo. No hay peligro” mientras que “con un pliegue de su vestidura enjugó sus ojos bañados en llanto.” Sus ojos se vigorizaron y pudo reconocer el rostro de quien lo curaba. Conmovido, volvió a romper en llanto. Entonces, la Filosofía le pregunta: “¿Por qué lloras? ¿Por qué fluyen de tus ojos esos arroyos de lágrimas? Si buscas un remedio para tu mal, es necesario que descubras la herida”.
Descubramos nuestra herida. La filosofía nos puede curar.

Christián Carman

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