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El más inocente de los monjes

Por Christián Carman

Hace unos 774 años, probablemente en una mañana de noviembre de 1246, en un aula de la universidad de París, había un monje napolitano de gran contextura física. Y de modales delicados, se notaba su origen noble. Pero sólo por ciertos rasgos, porque no era altanero. Era más bien tímido y retraído. Daba la sensación de que estaba todo el día pensando. No parecía desconectado de la realidad, al contrario, era como si estuviera demasiado conectado. O conectado a un nivel que el resto no percibía. En todo caso, siempre estaba callado.

Con esa contextura física y ese carácter, era un blanco fácil del bullying medieval. Sus compañeros, aunque en su gran mayoría eran también monjes, no tenían piedad. Individualmente eran buenos, pero cuando se juntaban podían ser muy crueles con él. Su profesor de filosofía, Alberto era tremendamente erudito, sabía de memoria todas las obras de Aristóteles, y la de sus comentadores árabes. Pero también era muy lúcido. Y un gran docente. Había visto algo especial, valioso, en ese monje silencioso y retraído. Por eso, ese noviembre, cuando vio que, una vez más, todos se mofaban de él, los amonestó diciendo: “cuando este Buey muja, sus mugidos harán temblar al mundo”. Pero, aunque respetaban a Alberto, eso no hizo parar el bullying. Al contrario, lo alimentó. A partir de ese día, sumaron una nueva burla y lo llamaban “el buey mudo”.

Pero una mañana temprano, todo acabó. En un recreo, un compañero lo vio sentado, sólo, leyendo alguna obra de Aristóteles, y, simulando que miraba por la ventana, le dijo: “¡Mirá, mirá, fray Tomás, una vaca está volando!”. Tomás se levantó, se acercó lentamente a la ventana y miró buscando la vaca. Explotó una carcajada de burla generalizada. El que lo provocó gritaba divertido: “¡se lo creyó! ¡les dije que se lo iba a creer!” Las carcajadas se prolongaron hasta que, por una mueca que hizo Tomás, se dieron cuenta de que por fin hablaría. Por fin conocerían su timbre de voz. Hubo un gran silencio, y se escuchó una voz tranquila que dijo: “Prefiero creer que una vaca vuela, a que un hermano me miente”.

Siempre creí que Tomás de Aquino había hecho un acting fantástico, simulando creer que la vaca volaba para darles una lección a sus compañeros. Pero cada vez más tiendo a pensar que realmente creyó que había una vaca volando. O mejor, que –como él dice– “prefirió creerlo”.

Me explico. Por supuesto Tomás conocía suficientemente bien el corazón humano y la anatomía de una vaca para saber que era muchísimo más probable que le estuvieran mintiendo a que una vaca estuviera volando. Pero también sabía que, cuando se juzgan las acciones de las personas, hay que poner sobre la balanza qué pasa si nos equivocamos al acusarlos. Si Tomás creía que la vaca volaba y no volaba, se equivocaba en una afirmación empírica, que no afectaba a nadie. En todo caso, sólo él se perjudicaba. Ese error se lo podía permitir. Pero si pensaba que le estaban mintiendo y no lo estaban haciendo, habría prejuzgado a un hermano. Ese error no se lo quería permitir. Sí, puede ser que esté llevando la presunción de inocencia a un grado heroico. Tal vez corrió tanto el límite para dar la lección. Pero en todo caso, me sirve para recordarme que, cuando se trata de interpretar lo que los otros hacen, nunca hay certeza absoluta. Y, en la ponderación, además de lo más probable, hay que tener en cuenta cuánto daño hago y a quién si me equivoco.

Por supuesto, desde ese día, ningún compañero se animó jamás a volver a molestar a este apacible monje napolitano.

Christián Carman

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