Las desconcertantes últimas palabras de Sócrates

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Por Christián Carman

Siempre me hicieron ruido las últimas palabras de Sócrates. Siempre tuve la sensación de que desentonan con la solemnidad de su muerte, que perdió una ocasión inigualable para cerrar su vida con una frase genial y profunda. Al leerlas una y otra vez, no podía evitar el desoncierto. Y la desilución.

En el relato de la muerte de Sócrates, Platón logra que respiremos dramatismo y solemnidad al mismo tiempo. El maestro vive sus últimos momentos con una dignidad y una paz casi divinas. Cada frase, cada gesto, cada mirada va trazando las pinceladas justas de una obra maestra. Como si en la cárcel hubiera planificado cada instante de su último acto. El maestro enfrenta su muerte tranquilo y casi con alegría, mientras se preocupa de consolar a sus discípulos. Trata de mostrarles que no es un drama, porque hay otra vida después de la muerte. Argumenta con pasión, escucha las objeciones de sus discípulos con interés y contesta con paciencia. No tiene prisa. Pero, una vez que los ha convencido, bebe el veneno con entereza y serenidad. Incluso, tiene la delicadeza de bañarse para evitarle a los demás el trabajo de lavar luego su cadaver. Camina un rato, como le propuso el médico, y se sienta cuando ya siente pesados los pies. Pide silencio a sus amigos y dice las que deberían ser sus últimas palabras: “He oído que hay que morir en un silencio sagrado. Estén tranquilos y muéstrense fuertes.” Se acuesta, se tapa la cara y se dispone a morir. Todo se cumplió a la perfección.

Pero, de pronto, se destapa la cara y dice: “Critón, le debemos un gallo a Asclepio, no te olvides de pagarlo”. La frase, insultantemente vanal, desentona con su obra maestra. Ríos de tinta se han gastado tratando de explicarla. Aclepio era el dios de la salud. ¿Estaba Sócrates irónicamente, pidiendo que hicieran una ofrenda al dios de la salud cuando moría? ¿o no había ironía, sino que nos indicaba que la salud más importante era la del alma, que se logra con la muerte? ¿acaso había comprado un gallo a algún carnicero llamado Asclepio y se olvidó de pagarlo? Ninguna de estas explicaciones está a la altura de la solemnidad de su muerte.

La clave para entenderla está –me dí cuenta hace unos días– no en el gallo, ni en Asclepio, sino en Critón. No en lo que pide, sino en a quién se lo pide. Critón era más amigo que discípulo. Lo admiraba como filósofo, pero lo quería más como persona. Habría sido amigo de Sócrates, aunque éste fuera panadero. Casi de la misma edad, siempre estaba tratando de ayudar a Sócrates con sus muchas riquezas. Pero, claro, Sócrates siempre rechazaba –casi hasta que despreciaba– su ayuda. Critón tenía dinero para ofrecerle, que era justo lo que Sócrates menos valoraba. Unas semanas antes, había sobornado al guardia para que dejara escapar a Sócrates. Le rogó que lo hiciera, pero Sócrates rechazó la oferta. Un rato antes de la muerte, le preguntó como quería que él ayudara a sus hijos, Sócrates no le pidió nada especial. Le preguntó cómo quería que lo enterraran, Sócrates le dice con indiferencia que haga lo que quiera.

Hay algo de soberbia en el desprecio de Sócrates a Critón. Hay algo de soberbia en toda la obra maestra de su muerte. Muere como un superhéroe. Ayudando y sin pedir ayuda. Eso le gusta a los discípulos, pero no a Critón, no al amigo.

Una vez concluida la obra, con la cara ya tapada, Sócrates habrá percibido que Critón no estaba en paz. Y se dio cuenta por qué. Critón está desesperado por hacer algo por Sócrates, por sentirse útil. Y Sócrates no lo dejó. Por eso, se destapa la cara y le dice: “Critón, le debemos un gallo a Asclepio, no te olvides de pagarlo”. Le da un encargo. Lo hace sentir útil. Ahora sí Critón está tranquilo, y Sócrates muere en paz. Ahora entiendo que estas últimas palabras no estropearon su obra maestra, llevaron su perfección a otro nivel.

A veces, lo que el otro necesita de nosotros es simplemente que lo necesitemos.

Christián Carman

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