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Libros, fuerza y sangre

Por Christián Carman

Cuando leía de chico, en general, me quedaba con más preguntas que respuestas. Entonces, googleaba. O sea, le preguntaba a mi padre. Como a Google, podía preguntarle cualquier cosa, él siempre tenía una respuesta interesante que me abría un mundo. Pero era exigente. Si no lograba formular mi pregunta con absoluta claridad, me frenaba y me decía: “andá, ponela por escrito y después volvé y leéme lo que escribiste”. Obviamente no me gustaba. A mí me divertía leer y preguntarle. Pero tengo que reconocer que, cuando hacía el ejercicio, me daba cuenta de que escribir muchas veces me aclaraba los pensamientos. 

Hace unas semanas leí una hermosa carta que Séneca, el gran filósofo estoico, le escribe a su joven discípulo Lucilio. Y me sorprendí al encontrar que Séneca le da un consejo muy parecido. Le dice que no se trata sólo de leer. También hay que escribir. Leer y escribir se necesitan, son como dos caras de la misma moneda, dos procesos del mismo movimiento: como inspirar y espirar, como la sístole y la diástole: “Hay que acudir, a la vez, a lo uno y a lo otro y combinar ambos ejercicios, a fin de que cuantos pensamientos ha recogido la lectura, la escritura los reduzca a la unidad.” Como las abejas, juntamos el néctar de los libros cuando leemos, pero cuando escribimos elaboramos la miel. Al escribir, logramos “fundir en un sabor único aquellos diversos jugos” acumulados en la lectura. 

Séneca insiste mucho en que lo leído realmente se convierte en útil recién cuando logramos incorporarlo en una síntesis personal. Para ello, acude a la clásica analogía que compara el conocimiento con la alimentación. Leer es ingerir los nutrientes del espíritu, pero “los alimentos que ingerimos, mientras mantienen su propia cualidad y flotan compactos en el estómago, son una carga; recién cuando se ha producido su transformación, se convierten en fuerza y sangre.” La escritura es la que transforma esos cuerpos extraños que leemos en fuerza y sangre, en energía propia. Al escribir, al buscar la síntesis personal, los alimentos pasan de la memoria, en la que pueden quedar almacenados pero sin transformarnos, a la inteligencia, nuestro núcleo más profundo. 

Séneca le propone a Lucilio este ejercicio que no pierde vigencia: cada tanto, sentarse y escribir integrando lo que hemos aprendido en una síntesis propia. Podés escribir, por ejemplo, tus síntesis en forma de carta dirigida a un joven discípulo. O de ensayo, o de diálogo. O de lo que te salga. El punto es escribir. 

Séneca le dice a Lucilio que “aunque se aprecie en ti la semejanza con algún maestro que ha calado profundamente en tu alma por la admiración, quiero que te asemejes a él como un hijo, no como un retrato.” No le dice, obviamente, que ocultemos nuestras influencias fingiendo originalidad, sino que no seamos meros repetidores. Que nuestras síntesis personales tengan vida propia. El retrato es un objeto sin vida, una copia inerte. El hijo está vivo, se origina del padre y la madre y, por lo general, la influencia es innegable, pero es distinto. 

Hoy tengo el inmenso orgullo de saber que mi padre lee esta columna. Y la secreta esperanza de que alguna vez no entienda algo y me venga a preguntar. Yo, feliz de contestarle. Pero, por las dudas, que venga con lápiz y papel.

Christián Carman

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