¿Por qué divulgar la ciencia?

Why do I love thee? Let me count the ways (Elizabeth Browning).

Solemos tener una serie de respuestas políticamente correctísimas cuando se nos consulta acerca de la necesidad de comunicar la ciencia. Empezamos, por supuesto, por defender los valores democráticos de compartir una ciencia basada en la inversión pública, casi como un ejercicio de balanceo, de devolución o rendición de cuentas a la sociedad que nos cobija. También nos encanta decir que el conocer los hechos, los métodos y los pensamientos de la ciencia contribuye a un mejor ejercicio de la ciudadanía: aquél que reciba una adecuada instrucción científica, incluyendo aspectos divulgativos, de a poco se irá permeando de esta mirada particular del mundo, exenta del principio de autoridad y, al menos en teoría, prescindente de los prejuicios a la hora de tomar decisiones. Nos llenamos la boca del rol de la divulgación de las ciencias como fomento a las vocaciones científicas de los jóvenes que esperan ávidos ese conocimiento para asegurar su futuro. Más temerarios, incluso afirmamos que la divulgación de la ciencia nos ayuda a formar mejores personas, que miren el mundo con ojos racionales e intenten comprenderlo y respetarlo desde otro ángulo.

Y ya que hablamos de lo noticiable, tengo malas nuevas: la ciencia, en general, nunca descubre nada, no tiene noticias que ofrecer, sino más bien historias largas, falibles, con retrocesos, pequeñas construcciones que se suman unas a otras. El periodismo científico suele ser el arte de transformar esas historias en noticias y en el camino se suele perder bastante – sobre todo, la ciencia.

Volvamos al principio: ¿por qué divulgar la ciencia? (y uso “divulgar”, más allá de la crítica etimológica, porque todos sabremos de qué estamos hablando). Ya dijimos las razones de rigor – que no dejan de ser bastante ciertas en sentido amplio – veamos ahora las otras. Porque el ego de los científicos solo se calma con el reconocimiento de sus pares y de sus impares. Porque el placer del descubrimiento más ínfimo – una hojita que se mueve, una bacteria que no se divide, los meandros del curso de un río – es tan inmenso que es casi un deber ético compartirlo. Porque si bien nunca comprenderemos los detalles de una disciplina que no practicamos, sí tenemos el derecho y el deber de conocer la pregunta de un científico, qué es lo que lo apasiona, lo entusiasma al punto del contagio, al límite de correr todos los días a su laboratorio a ver qué sucedió durante las horas de sueño. Porque los humanos evolucionamos con una tremenda angustia frente a lo desconocido, y nos la pasamos robándole parches de desconocimiento a la naturaleza y pasándolos al lado iluminado de lo que sabemos; eso, al fin y al cabo, es la invención de la ciencia, anteojos para conocer y tenerle menos miedo a lo que no entendemos – un miedo que de ninguna manera es privativo de los científicos, sino de todo Homo sapiens que se atreva a salir de la comodidad de su caverna. Porque la verdadera riqueza reside en las ideas que tengamos en la cabeza, y la ciencia es una gran organizadora de ideas, como un peine que recorre las circunvoluciones del cerebro. Porque los únicos científicos ambulantes no pueden ser los profesionales, ni tampoco los chicos que queman hormigas con la lupa en el jardín, o abren el juguete a ver qué tiene adentro (o abren al hermanito a ver qué tiene adentro) y, dado que muchas veces la educación formal nos obliga a barrer las preguntas debajo de la alfombra coraza anti-disparates, la divulgación puede ayudar a que nos animemos otra vez a pensar disparates maravillosos, a quedar estrujados de tortícolis mientras nos preguntamos cómo puede ser que esa estrella que miramos no exista más, a mezclar detergente con jugo de naranja a ver si salen pompas dulces y jabonosas. Porque es profundamente sanador compartir las maravillas de mirar el mundo con ojos de científico.
Por eso.

Diego Golombek.

Inversiones y Negocios