Séneca y la educación de los hijos

Por Christián Carman

Sabemos que nadie sabe ser padre o madre apenas nace un hijo. Se aprende en el camino, y no sin golpes y porrazos. Pero el desamparo que uno siente cuando la enfermera te entrega por primera vez a tu hijo y te invita a retirarte del sanatorio es infinito. A partir de ese momento es tu responsabilidad. Ponen en tus inexpertas manos algo tremendamente valioso y absolutamente frágil. Tomás de Aquino dice que las personas prudentes, cuando no saben qué hacer, piden consejo a los que saben. Obvio. El problema es que el bombardeo de consejos que nos dan padres y madres, suegros y suegras, hermanos y hermanas, primos y primas, tías, abuelas, amigos expertos, y hasta el encargado del edificio dispara muchísimos consejos absolutamente contradictorios: hacelo dormir de costado vs. que duerma boca abajo; dale de comer cuando pida vs. lo mejor es imponerle un ritmo de entrada; si llora de noche, dejalo llorar un buen rato vs. apenas llore, atendelo porque algo le pasa; no lo alces mucho vs. mimalo todo lo que puedas; que duerma con uds. vs. que duerma en otra habitación; llevalo a tu cama vs. que jamás se acueste en tu cama; ponele chupete de entrada vs. mejor si nunca usa chupete. Cuando van creciendo, los consejos son otros, pero la contradicción de los expertos se mantiene.

Lo increíble es que todos esos consejos, nos los dan porque a ellos les sirvieron. ¿Cómo puede ser que consejos contradictorios sirvan para lo mismo? La respuesta la encontré hace unos días, releyendo un texto en el que Séneca nos enseña cómo educar a nuestros hijos. Para él, se trata de una aventura absolutamente artesanal, cada uno tiene que descubrir qué le hará bien a su hijo o hija, dependiendo del carácter con el que nace, de las circunstancias, de los momentos, de los entornos. “Tarea difícil –insiste Séneca– que reclama diligente observación”. El objetivo de la educación es el mismo: lograr en ellos una personalidad sana y virtuosa. La virtud es siempre un justo medio entre dos extremos. Pero, para saber cómo conducirlo al medio, tenemos que saber no sólo cuáles son los remedios apropiados, sino cuál es la medida adecuada para cada uno. Cualquier remedio en exceso hace mal. Por ejemplo, “los elogios lo exaltan inspirándole noble confianza en sí mismo, pero al mismo tiempo engendran la insolencia y la irascibilidad. Necesario es, pues, mantener al niño igualmente alejado de ambos extremos”. Hay que darles tareas, pero “el trabajo debe ejercitarlos sin fatigarlos”, “También son útiles los juegos, porque moderados placeres aflojan y dulcifican los ánimos”. Concedámosle momentos para descansar, “pero no lo dejaremos ablandarse en la ociosidad y la pereza”. “Cuantas veces triunfe o haya realizado algo laudable, dejémosle que se gloríe, pero que no se aplauda con exceso, porque la alegría lleva a la embriaguez, la embriaguez al orgullo y a elevada idea de sí mismo.”

En el fondo, en la contradicción de los consejos hay una profunda sabiduría: no hay recetas fáciles, la cuestión no es tan sencilla: hay que descubrir, en cada caso y para cada uno, la medida justa.

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Christián Carman